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No hecho A escribir sino para la mal educado, por lo tanto, para hat folletos, cuyas diversas partes han < relación unas con otras formando un sentí descorazonado al contemplar el me había salido de este mi primer en que lo parezca. Pero después de darle al asunto n( caletre, me decidí en poner peclio al a] to á la prensa, tal y como estaba. No faltarán lectores que me tilden las muchas citas históricas que en él das con su asunto principal, yhasta tn que parecerán algunas. Juro á Dios que no ha sido el dése dito lo que me ha movido á hacer es ello deben de estar bien persuadidos \i baña que conocen ya mi afjcióu á citai (IV) . paso en abono de mis afirmaciones; por aquellos lectores de Ultramar á quien cojan de nuevas mi persona y mis escritos lo digo; porque en Ultramar y no aquí ha de ver la luz este folleto. Pqro en este caso particular no está de más que haya demostrado no serme ajenos los asuntos militares; porque habiendo escrito poquísimo sobre ellos, necesito autorizar mis palabras ante aquellas muchísimas personas que no klán valor á. las razones por la fuerza de lógica que tengan, sino por quien las diga. Para, esas tales se escriben, sin duda esos partes tele- gráficos en que se nos comunican opiniones de altos personajes sobre los sucesos y problemas del día, que manifestadas por ííualquiera . otra persona no serían sino vaciedades, y que realmente no son otra cosa. . El escribir los nombres extranjeros como aproximada- mente suenan y no como ellos los escriben, es manía vieja en mí. Y la fundo en la mayor importancia que creo tienen Jos sonidos de las palabras, que su escritura. Encuentro que la verdadera palabra es la que suena, no la que se escribe; y si bien en la lengua propia soy ene- migo del fonetismo, para escribir nombres extranjeros que no tengan en aquélla forma conocida de decirse, soy de él partidario acérrimo, ateniéndome á la costumbre de nues- tros antiguos autores que escribían tales nombres como les sonaban. ' No ignoro que muy otro es el parecer de la Academia; pues que dispone que pronunciemos los nombres extran- jeros como están escritos. Aquellos de los lectores que no conozcan la falta que cometo al proceder de otra manera, quizás me agradezcan el que les enseñe la pronunciación aproximada de esos nombres; los que la adviertan tómense la molestia de enmendarla y pronunciarla, si se atreven, como la Academia dispone. Y les prometo no reírme, si los oigo, de su modo de pronunciarlos, cotí tal de que no se rían ellos de mi modo de escribirlos. Habana 10 de Mayo de 1896. Don JR.AMIRO. Loa motivos de qne no oomsponc dos hasta ahora en la guerra hechos para acaharla no spi supone. iMl| hi A iiiViisióii de líi provincia aífeSo ^^'^'^^ y Antonio Macwi ' !wr cierabre, seguida á muy c;uidillu& insurrectos en las de Hh' llegar áloa extremos ocoidentales < tü en evidencia un hecho, no biei SHcesoK y íle que no parecen todavl blico, [a prensa y los ultos poderes nos está la dirección de las operac arroja gran luz sobre el verdadero bre los motivos de que hayan, sic por no decir contraproducentes — 1 los planes de los jefes de nuestro e Habíase atribuido antes de ese escasez de encuentros entre ellos y te y poco mortífero de tales lancí gación de la campaña y to cansado ciones militares, á lo despoblado, 1 rritorio, al ajxiyo, que recibían los i 2 campo, á lo difícil para nuestras columnas de racionarse y á lo aún más de dar con el enemigo por falta de noticias y de quien las proporcionara sobre su paradero, al gran conoci- miento que tenían los rebeldes del teatro de sus correrías, á todas aquellas circunstancias, para decirlo de una vez^ que tiene en su contra quien se proponga dominar tierra extraña, de poca población y donde sea ésta montaraz é indómita. Ha- bía y aún hay, para los que miran superficialmeate las cosas, grande analogía entre esta guerra de Cuba y la que se hizo en España á los franceses por las guerrillas irregulares á princi- pios del siglo, ó á la, de muy semejantes procedimientos, que permitió á los carlistas en nuestras dos guerras civiles man- tener años y más años enhiesta su bandera en los escabrosos territorios de Cataluña y el Maestrazgo. Pero fuerza es reconocer, después de la entrada de las par- tidas insurrectas en el departamento occidental, que si algu- nas de las antedichas circunstancias pudieron ser parte en dar á la guerra de Cuba los especiales caracteres que tuvo tanto en la primera campaña de los diez años como en los comien- zos de la presente, cuando se hallaba limitada la insurrección á la provincia más oriental de la Isla ó á la, aunque llana, selvática y despoblada del Camagüey, no es ya aplicable casi ninguna de ellas al caso que se tiene ante los ojos: á la gue- rra de Cuba tal como se halla hace meses planteada. Son, en efecto, las comarcas que más hormiguean hoy en insurrectos y donde mayor interés ha adquirido la contienda, tan^llanas en su mayor parte como las de Castilla ó la Man- cha; no pueden ser ni son mejor conocidas de los insurrectos invasores, procedentes todos ellos de las regiones oriental y central de la Isla, que de nuestras mismas tropas abundan en ciudades, villas, aldeas, ingenios, caseríos y toda suerte de habitaciones; hállanse cruzadas por doquiera de vías férrean y de caminos, rústicos ó mal entretenidos cierto es, pero- ca- minos al fin, que si en tiempo de grandes lluvias se tornan en lodazales no ofrecen en el seco en que estaraos, dificulta- des al tránsito, y no están más cubiertas de bosques y espe- surae que cualesquiera otras del centro ó mediodía di que ten frecuentemente fueron teatro de guerras nuestros tiempos como en los pasados. No hay ya, pi: en achacar & lo fragoso de la tierra, ni al conocimii de ella tenga el enemigo, ni á la diticultad para tropas de racionaree, el escaso fruto de las operacio; campaña. Ni aún en medios de información debe di jarnos el insurrecto en unas provincias, como las occ de la Isla, donde por lo numerosos que son los esf isleños de Canarias — que forman casi la totalidad di jornalera y tienen acaparado el comercio y en no p la menuda agricultura— tentos han de ser los adictoi tra causa. El público, no solo de España sino de la mism Cuba, hecho á no ver en la insurrección sino una j sorpresas y asechanzas, una oscura lucha sostenid malhechores enriscados en empinados vericuetos ú o inextricables malezas y espesuras, una verdadera caí bo de soiprenderse ante el espectáculo de los rebeld entraban, desaliando el peligro que todos veían inn rao, de ser envueltos y exterminados, por las tie llanas, ricas y poblstdas de la Isla; y no en pequeño que donde quieiitn hallan albergue y que ptieden fá lar la persecución, ahora dispersándose, ahora huyi prestos á diseminai'se como á reunirse, siuo en gruesi de miles de hombres que avanzaban con inexplicab burazo por terrenos de todos conocidos, y que acam )>arajes que iban señalando con minuciosa precisión les públicos. Tan extraordinaria pareció esa marcha de los ini tan pugnaba con la idea que se tenia de tsf» guerr formaba [«ara explicarla todo linaje de conjeturas á descabelladas. Quien suponia tenebrosas connivem los invasores y sus partidarios de la capital (jue hi traducin^e cuando llegaran aquellos á sus inmedim formidables incendio? y voladuras, preludio de unas: vísperas sicilianas; quién, sin llegar á tales extremos, se temía una sorpresa que pusiera la ciudad en manos de los enemi- gos; quién, \}Ov último, imaginaba posible hasta que llegaran los insurrectos á poner sitio én toda regla á la capital dé la Isla. Otros, menos tímidos y más al tanto de la verdadera fuerza de las partidas invasoras, veían feolo en su avance por la parte más angosta y poblada, al par qué mejor defendida, del territorio, un aóto de temeridad y hasta de locura, y se lisonjeaban con la esperanza de verlas tptal y definitivamente destruidas en muy breve plazo. Tan vanos resultaron aquellos temores como estas espe- ranzas. Ni existían las horripilantes maquinaciones que se temían los pusilánimes, ni contaban los insurrectos, ni sona- damente, con medios para hacerse dueños de lugar alguno donde hubiera ánimo para resistírseles, cuanto más de villas y ciudades de alguna ^fortaleza, ni tampoco— -y esto es lo más triste y desconsolador — hicieron las columnas del ejército más de lo que hasta allí habían venido haciendo; perseguir y buscar en balde á las partidas, ó sostener cuando más con sus vanguardias, retaguardias ó descubiertas esos estériles é ino- fensivos tiroteos á que se dá aquí nombre de combates, sin duda por darles alguno. No había allí sino lo qué estaba á la vista de todos: uñas cuantas bandas que con increíble osadía y aún más inexplicable impunidad venían corriendo la Isla á lo largo, dándoseles un ardite— ó tal parecía á lo menos — de las numerosas columnas que las acosaban ó que intenta- ban cerrarles el paso: éstas siguiéndoles la pista, estotras sa- liéndoles al encuenti'o, aquellas buscándolas por los costados. De que arte se valían esas partidas para moverse tan libre é impunemente entre tal multitud de columnas tan an- siosas de dar con ellas, tan decididas á exterminarlas, es pre- gunta que estaba en el pensamiento y en los labios de todos — y que aún sigue estándolo, pues las cosas de la guerra poco han variado en ese particular desde entonces — sin que se acertase á darle una respuesta en que no fuera envuelto más ó menos embozadamente un cargo contra nuestro ejército y los jefes qne lo ucaudillan. Pues que— repito que el problema aigue en pie- ciento cincuenta mil hombres ó po cuantos requisitos son necesarios parí gidos por jefes que han hecho estuí armas, con una nación A las espaldas es impotente para domeñar una rebel bandidos mal armados, sin sombra i que mas distingue á esas mal instruid constituyen los ejércitos del día de ci formadas al azar), sin municiones de ¡ ellas, atenidos á sostenerse del robo y bresalto; si un tal ejército no puede si ¿para qué sirven los ejércitos á la moi suprimirlos en tiempo de paz, ahorra: enorme gasto y demás inwnveniente ocasiona, ó ya que no se adoptase tan nizarlos sobre bases completamente presente tienen? Otrosí todavía más i no han titubeado en arrojar la nota generales y jefes que asi se' dejan b rebeldes; ni ha faltado quien atribuyj salientes aptitudes quC' contrastan c< supone en aquellos primeros. Sin que yo niegue en lo absoluto • ftmdamento en tales censuras, ú otras pecto de tal ó cual general ó jefe de r niegue tampoco que puedan ser hast das las alabanzas que del mérito de a rebelde están en boca hasta de pereor y afecto á nuestra causa; sin oponerm decir sin tomor de equivocarme, antei de esttir en lo cierto, que no en tales otros consiste la impunidad i-on que Coba las partidas rebeldes y el ningí de nuestros planes militares. (2) ^ ?^%r 6 Porque si cabe admitir que las excepcionales condiciones de Máximo Gómez ó de algún que otro jefe insurrecto pesen lo bastante en la balanza délos sucesos, para sacarlo adelante en SU' propósito de rehuir combates, pasear la tierra en todas dii'ecdiones y prolongar asi indefinidamente la guerra; si puede asimismo atribuirse á la torpeza de algún jefe de columna el mal éxito de su gestión militar, no hay modo de que seacepte igual rnérito que en el llamado genemlísimo en todos los cabe- cillas de la rebelión, como habría que hacerlo, en vista de seguir todos por cuenta propia y con igual fortuna sus mismos procedimientos, é idéntica incapacidad en todos los jefes leales, dado que las acciones de guerra que todos ellos dirigen con sus famosos muertos visto, sus reconocimientos del campo enemigo, su desalojar y dispersar á los rebeldes, parecen cor tadas todas por el mismo patrón. ' No, de ninguna manera; no puede admitirse sin agravio del buen sentido, que esa vil chusma de negros estúpidos, zafios labriegos, estudiantes extraviados y aventureros cosmopolitas « hez de la población de la Isla y de las repúblicas del Conti- nente, que compone las partidas insurrectas, conducida por jefes ignorantes su mayor parte en cosas de guerra, arn^iada de malas escopetas y fusiles de deshecho, pueda tener en jaque y burlar á nipgún ejército por malo que sea, sin que medien causas poderosas que desequilibren las respectivas fuerzas de los contendientes y tuerzan el natural curso de los sucesos- Y si así no fuera ¡desgraciadas de las sociedades y de las na- ciones! Porque ¿cómo podría evitarse que el ejemplo de Cuba no se repitiera mañana en la misma metrópoli ó en cualquie- ra otra de las naciones del mundo, aún las más cultas y flo- recientes? ¡Descubrimiento precioso, mucho más eficaz que la dinamita, sería para los anarquistas el de que con alzarse en partidas y con no aceptar combates con la fuerza pública, tenían lo bastante para poder destruir á mansalva hasta los funda- mentos de las instituciones sociales por medio de una guerra de asolación y de exterminio! A causas más hondas, más sustanciales, más orgánicas que É las condiciones personales buenas c caudillo; ¿ más poderosos motivos q fortuitos sucedidos en tail ó cual tum que suelen atribuir sus testigos gran tendiendo sacar de ellos conaecuenc poco halagüeño resultado de los esfue y de los planes de nuestros jefes mili r«i de Cuba. Esas causas son varias, pero puec sola, pues que de ella dependen y se causa que está á la vista y al alcat apliqué al examen y estudio de la c ratistas cubanos, un juicio desapasi parcial y sereno, pues como tollo l< distingne [lur su sencillez. El conocimiento de esa causa esl sentido común; semejante en elloá <|ue se valió Cristóbal Colón pai-a I hito sobre la mesa el huevo del cu< merece servir de titulo y de introi pítutu. I iaBurrectos, que tienen la fuga por sistema de gaerra, Tin á caballo mientras que nuestros soldados, que tie- nen por pié forzado el perseguirlos 7 obligarlos á coni- batir, van i pié, I fjp' lu que e» lo' niieniu: liis pitrtiiluíi iiisuirectíia pueden Wa mnvevae cinco veces intis lamidamente que nuestras <& columnaü y tindur jornadas cinco veces njayores que s. Kse solo heuho lumnas que han de partir de puntos entre, si lejanos, si por haber de basarse ese cálculo en el supuesto, las más vei erróneo, de que se encuentre la partida objeto de la empri en el mismo lugar al tiempo de llevar esta á cabo qne iniciarla, valdrá más renunciar del todo á ellas. Ni puede aceptarse como sistema de guerra el que funde en la realización de planes que tras de exigir una ce correncia poco menos que milagrosa de circunstancias, ha hacer infructuosos la, vigilancia del enemigo y cuando no el su lijereza. Y aqui encuentro lugar para las siguientes observación que seguramente no .seré yo el único que haya hecho. No obstante ser en esta guerra de Cuba nosotros lo.s fu tes y los insurrectos los débiles, ocurre en todos los encu tros entre ellos y nuestr is tropas: Primero. Que son ellos superiores en numero á liOHot debiendo suceder lo contrario. ' Segundo. Que son ellos los que nos envuelven á iiosot debiendo .ser nosotros los que los envelviéramoa á ellos. Tercero. Que son ellos I03 que toman lajifensiva debii do ser nosotros los que la tomáramos. ¿De qué depende que anden los iiechos de esta gucnii á la greña con la lógica? Pues de una sola cosa: de que los insurreiítos pelean cui do quieren mientras que nosotros solo podemos pelear cui (8) quieren ellos. Lo que á su vez es precian eonsecueiiria del »etido hecho de ir ellos á cubnllo y á pie nosotros. Entre el hombre á caballo y el de á pie no hay lupha po- je si el primero ."le propone no reñir. Al 'de A pié, por el . itrnrio, no le queda otro remedio qne pelear si el de A ca- llo se empeña. También tiene el recurso de huir; pero en seguridad de ser acuchillado y atropellado por su adver- :Ío. ■ Lo que es cierto para dos lo es ¡gualments para muchos, itre un grupo de peones y otro de ginetes habrá, piies, mbate cuando quieran éstos; cuando ño, no. Y de aqui que lo se pelee en la guerra de Cuba cuando conviene A los in- rrectoa ó cuando piensan ellos que lea conviene: esto es, ando están con nuestros soldados en la proporción de tres jno y los tienen por añadidura envueltos. Bien que esto de volver yendo los insurrectos A. caballo y á pié las tropas, lo nen siempre en su mano los primeros como diré muy ;go. Rficonózcase, pues, que mientras se siga en lo de ir nues- is soldados á pié y á caballo los insurrectos; mientras que se igualen lits i-espectivas velocidades de ambos eonten- íntes, séase porque se apeen los i'iltimos, séase porque se jnten aquellos primeros, no podrá salirse en las operado- B de esta guerra del estrecho molde en que hasta ahora han ado encerrad a-s. Con tomar al contrarío posiciones en que nt\da le importa mtenei'Se, nada se hace; desalojarlo de ellas, ponerlo en ja y dispersarlo, no solamente debiera evitarse, sino á la costa impeílirsele que hiciera, pues en abandonar el ;ar que ocupa, en huir y en dispersarse están su método guerra y su mejor defensa. Pero ¿de qué manera ha de comix)nérselas gente de á pié ra impedir que levante el campo, huya y se derrame A ios vientos gente á caballo? Solo un medio habría si cn- íra ponerlo en práctica: envolverla y cerrarle, de consi' iente, todos los caminos ile retirada. Pero eso ya he de- 19 mostrado que es imposible; imposible de todo punto mien»- tras los que lo intenten necesiten cinco ó seis veces el tiempo que los otros para andar el mismo espacio. El envolver y cerrar los caminos de retirada á un adver- sario que tiene la fuga por sistema, es secillísimo cuando se dispone.de mayor velocidad que él; difícil, pero practicable, cuando las velocidades son iguales; imposible cuando es ma- yor la del adversario. Por eso nos envuelven constantemente los insurrectos y no se dá un solo caso de que los envolvamos á ellos. Seria preciso para que tal cosa sucediera que vinieran antes á tierra las leyes de la mecánica. . Que ha de ser ilusorio todo proyecto de envolver á gente á caballo y forzarla al combate mientras no se disponga para realizarlo sino dé peones, no soy yo quien lo digo: dícenlo á una todos los tratador de arte militar; siendo regla y principio consignado en todos ellos á modo de axioma y consagrado por la experiencia, que caballería no puede ser envuelta por in- fanter^ía; porque la prontitud conque la primera puede mo- verse le deja espacio y tiempo bastantes para salirse del. círculo que la última intente formal* enderredor suyo, mucho antes de quje llegue ese círculo á cerrarse. Si ese principio es dé rigorosa certeza respecto de las evoluciones de las tropas en el campo relativamente estrecho en que se riñe una batalla. ] Imagínese hasta qué extremo nó ha de serlo tratándose de esos otros movimientos, mucho más amplios, que la preceden, y que tienen por teatro vastas regiones! El movimiento de envolver es, al contrario, tan natural, tan indicado para la caballería, tan propio de ella, en particu- lar cuando pelea contra infantería, y es tal la rapidez conque puede verificarlo cambiando, sobre la marcha misma, la di- rección de sus embestidas, que no queda otro recurso atropas de á pié cuando se ven amenazadas por tropas de á caballo, aunque las tengan todavía lejos, qus formarse en círculos ó en cuadros haciendo así cara á todas partes; porque formadas en batalla correrían grandísimo riesgo de recibir por los cos- tados, por la espalda ó por todos lados á una, y sin tiempo de 20 . . apercibirse á la defensa, el ataque que hasta el último mo- mento se esperasen por el frente. Tan grande es para la infantería el peligro de ser envuelta cuando lucha contra caballería como seguridad tiene la caba- llería de no serlo puando solo tiene^ue habérselas con infan- tería. Así es arrie§gadísimo para una tropa á pié todo inovi- miento en que quede aislada y con los costados indefensos, mientras que grupos así pequeños como grandes de gente á caballo pueden irópunemente desprenderse de la hueste, ale- jarse muchas jornadas de ella entrándose por tierra enemiga y hasta rodear á 1^ hueste contraria ó pasar á través de ella poniéndosele á las espaldas, porque su movilidad y presteza les facilita siempre arbitrios para vivir del merodeo y les franquea caminos seguros de retirada. Tales excursiones de la caballería son cosa viejísima; pero puestas en boga en la guerra civil americana por varios cau- dillos, así del ejército confederado como del federal, quienes las verificaron coi) éxito al frente de muchos miles de caba- llos—hasta diez y ocho mil á veces—suelen ser presentadas como Movedade^ con el nombre inglés de raíds, adoptado en los tratados militares (para designarlas. Pero tenemos en nuestra lengua dos vocablos muy antiguos, y muy castizos de consiguiente, cabalgadoii y algaras, aplicables á tales corre- rías. Al igual que batalla tenían dos acepciones, pues lo mis- mo se aplicaban á las operaciones de guerra de que vengo tratando que á las tropas de cabalgadores que las ponían en ejecución. Algo anticuados ya ambos vocablos, porque se olvidan las palabras cuando caen en desuso los objetos á que se refieren, convendría restablecerlos, particularmente el pri- mero de ellos, tan expresivo y tan apropiado á lo que repre- senta como lo es en su lengua el inglés raid, del que puede considerarse traducción exactísima. El segundo — algara no algarada — es arábigo, adoptado por nuestro idioma como tan- tos otros de la misma cepa, y le cabe la honra de ser citado como castellano, y definido de paso, por el insigne arzobispo é historiador D. Rodrigo Jiménez en estas palabras: magnce turbie müitum ¡¿uod nobtra liugua lUciiwis algaras. vertir i^iie lu vuz latina miles, igue entre \aa aiiti; valía por combutieiite, fuera de á pié ó de á cal caba en la baju latinidad exclusivamente al úll üeto — dicho se está que algara y cabalgaba era fosa. Acabó, lio obstante, por prevalecer lu úl designar la operación de guerra que me ocupa la primera á significar la banda ó tropa que ti ciertos grupos en que solía és;tíi dividirse,' Er acepción eniplea la palabra algara el famoso nuel en el capitulo I-XXVIII de su lAbro de los Pero ya que he venido a tr ti le u bulgada íoiTiosamente cjue ser, pues o e otra sa que consiste la guerra que noa ha e lu i burrecto^ tiempo antes de que se pensase en su conquista, imosisima, más que por atrevida [wr las tristes as que tuvo para los mozárabes granadinos, citaré llevada á cabo por Alfonso I el Batallador, rey de la cual, después de correr toda España de septon- diodlft, caminando siempre por tierra enemiga oaa á Granada y de amenazar varios dí^s á esta ad, al amparo de cuyos muros se hablan refugiado jrrados habitantes de los "contornos, fué, ant«s de 1 tierra, á meter su caballo hasta los pechos en el laya de Alfcepiras. , citado basta aquí algunas de Ins gi-andes cabalga- das por reyes anteriores á San Fernando; no todas iipoco aquellas infinitas otras acaudilladas por desde las fronteras, ciudades, villas, y otras per- dades de menor fuste; porque seria tarea intormi- oi'iosísiraa, á más de enojosa é inoportuna, el siquiera las de que hacen memoria las historias m Fernando hasta los Reyes Católicos, se redujo e las cabalgadas para moros y cristianos A los urcia, Granada y Andalucía; pero tanto menudea- aquellos dos largos siglos, que berviu en ellas toda 25 la tierra andaluza. Los concejos de las villas y ciudades, los alcaides de los castillos, los caudillos del obispado de Jaén, los adelantados de la Frontera, los maestres de las órdenes, los ricos-hombres, los infantes y á veces hasta los mismos reyes por nuestra parte, y por la de los moros los alcaides, gobernadores y arráeces de sus villas, lugares y fortalezas y también en ocasiones, sus reyes, corrían incesantemente la tierra, aún en tiempo de treguas, pues estaba virtualmente admitido que no las quebrantaran tales actos de pillaje. Una cabalgada de los moros en que se apoderaron de la villa de Zahara, seguida inmediatamente de otra de los cris- trianos que los hizo dueños de la de Alhama, muy adentro del reino granadino, fué, no obstante, el pretexto para la gue- rra de diez años que puso término á la dominación musulmana en España. ' ' Queda explicado á grandes rasgos, lo que era una cabalga- da. Pormenorizando rnás, diré, que en sus principios, cuando eran largas las distancias que había que recorrer, á que sé agregaban razones de otra índole tocantes á la forma en que la sociedad estaba organizada, solo caballeros — hombres de á caballo, que por serlo se llamaron cdballei'oSy no siendo otro el origen de la palabra - tomaron parte en ellas. Pero andando . el tiempo, cuando por ser más reducida la tierra ^ran toenores las distancias que había que andar para ganar Iti frontera, solían ir, junto con ios cabalgadores, algunos ballesteros de á pié y otros peones, aunque ídempre en muy corto número. Y. así era natural que sucediese, por haber de ser la rapidez la primera condición de toda cabalgada. « et el nombre de mvalgada pusieron porque han de raralyar api'iesa et non dei^en lleimr en ella cosa que les embarguey pero rrainá (pronto) á facer isufechOy» se lee en las Partidas, Y tanto se hizo por aliviar de peso tí los cabalgadores, pareciendo todavía excesivo el que llevaban sobre sí los hom- bres de armas desde que en el primer tercio del siglo XIV se introdujeron en Francia, por consecuencia de su guerra con . Inglaterra, los arneses ó armaduras dichos de platas^ y muy (4) 26 poco después ¿ ¡id ilación í?u\'a entre nr»s<'»tro5, que tomó gran- des vuelos la escuela de la gineta, nacida pxx'O antes, y que en tanta boga estuvo aquel siglo y los dris siguiente?. En cal>algar con los estribos ci:»rtos y t n al barda de altos arzones, en dispararse á la carrera contra el enemigo, en girar rápidamente á su alrededor paní es con la adarga, ó en esquivarlos revolviendo rapi^lisi mámente el caballo sobre las piernas, ayudándose á toiio ello con la lijereza de las armas — relucidas las defensivas al yelmo, la ilicha a^larga y una sencilla cota y las ofensivas á la es|iada y la lanza, ó la azagaya á estilo africano — se distinguía la escuela de la gine- t/f, así llamada \)or U^ eahaJUtíi gimeies *) que exigía, de la escuela de la hñda que pedía grandes caballos, largos estribos y fuertes y pesadas armas y arreos. La primera de esas mane- ras de calialgar prosi>eró en Andalucía más que en otras regiones castellanas, por la aplicación que tenia á las cabalga- das contra los moros granadinc^, en las cuales operaciones de guerra era impres?ind¡ble que fueran los agresores tan sueltor y lijeros como los enemigos, so|)ena de exponerse á lamenta- bles contratiempos. No solo había cabalgadas como las dichas, que venían á ser operaciones de guerra aislada.s, sin conexión con otra alguna, organizadas en las villas y castillos de la frontera^ sino que las había también que consistían en grues:is bandas (*) Díjose ginete á la cabalgadara y no al cabalgador. Tiempo adelante se extendió ese nombre al conjunto de ambos aplicando al todo el nombre de la parte como hacemos al decir vel^ por nave^ remo por remero, vwlin, tambor ó trompeta por los qae los tocan, t&mhlén caballo por soldado de á caballo por oposición á infante ó soldado de á pié De esta última costumbre se derivó por fin la de llamar ginete al cabalgador, pasando á él el nombre de la cabalgada- ra. Tales rarezas son frecuentes en la historia de las palabras. Frosardo en sus Crónicas, hablando de los caballos ginetes y de sus cabalgadores, designa á los primeros con el nombre de genets — ginetes — y con el de genetaires (gineteros, como Si di- jéramos), á los últimos. 27 dé gertteá caballo que se salían de la, hueste y corrían la tierra enemiga para llevar á cabo empresas secundarias^ tales como apoderarse de lugares fortificados, cortar los caminos y las vituallas ñ los contrarios, tálaír los campos y cometer toda suerte dé daños y depradaciones en provecho propio y perjui- cio del eneiínigo. Tenían las cabalgadas de esa índole gran semejanza con las. que pusieron en práctica federales y confe- derados en la guerra civil de los Estados Unidos, con esas otras llevadas á efecto por el general Gurko en la guerra turcorrusa, ó con las atrevidas exploraciones de los huíanos en la franco- germánica. Que nada hay nuevo bajo el sol y más tiene en materias de guerra que aprender el siglo presente de los pasa- dos, que pudiera él enseñarles. Ni vaya á creerse que fueran las cabalgadas cosa propia y exclusiva de España; pues en lengua francesa se llamaban chevanchéeSf palabra hermana de la nuestra, poi* su significado y su etimología. En las famosas Crónicas de Juan JFrosardo, abundan los relatos de cabalgadas de toda suerte, al extremo de haber apenas capítulo de ellas en que no suenen las voces cabalgada y cabalgar, bien que extendidas ó limitadas muy frecuente- mente en su primitivo sentido. Las siguientes palabras del Capitulo CCLXVIII de la Parte I del Libro 1 de las dichas CrónivaSy relatando la expe- dición á Francia del rey Eduardo de Inglaterra, nos muestran una cabalgada salida de la hueste inglesa con objeto de cubrir su flanco derecho. « salió poco desames el rey de Inglaterra de la Hogm de San Vasty donde Jiabía desembarcado, y dio el mando de la hueste á nwsen Gofredo de Harcurl, por lo prcwtico que era en la tierra de Normandia; el cual, como mariscal de la comitiva del rey y seguido de quinientos hombres de armas y dos mil arqueros, cabalgó hasta ponerse á seis ó siete leguas de la hueste, quemando y arrasando la tierra. ....Y esto lo hacia diariamente mosen Gofredo de Harcurt, alejándose hacia la diestra mano del camino que llevaba la hueste, » t 28 . y volviendo por la noche al real por la noticixi qut sietnpre tenia del paraje donde Jiabía de posar el rey; pero cuando la tierra era rica y abundante, solía estarse dos días separado de la hueste A En estos otros períodos, extractados del Capit]iíb XVIII áe la Segunda parte del mismo Libro primero, en que refiere Fro- sardo. una expedición del mismo rey Eduardo de Inglaterra contra los escoceses, se describe una cabalgada, también salida de la hueste inglesa, que ofrece semejanza con las exploracio- nes de la cabal leída moderna: «Embarcóse el rey en Calés con todos sus hombres de armas y arqueros y navegó hasta Dáver.... Esperó allí aquel día y la norlie a que desembarcarfin los caballos y las arma^ y al siguiente día se encaminó á Cantorbery,... Gualter de Mauny, el esforzado y gen- til caballero, se despidió del rey diciéndole que quería, cabalgar delante de la hueste para abrirle camino,,.. Cabalgó, pues, mosen Gualter con su gent^, sin descansar apenas de día ni de noche, has- ta la villa de Bervique, después de pasar el río Tuid que corre delante de ella.... Infm'^nwse alti de que los escoceses, bajo el niamlo de nwsen Gil Asnetan, primo del conde de. Duglas y en muy corto' número, guarnecían el cantillo.... Quiero que sepa ese caballero — dijo mosen Gualter — que he venido aquí á preparar alojamiento al . * rey de InglateíTa....» De otra ex[)edición análoga, conducida \)ov mosen Tomás de Felletón, se habla en los Capítulos GCXXIV y COXXV de la Segunda parte áe\ mismo Libro primero. «Acercóse mosen Tomás de Felletón al príncipe y le dijo: Señor: un favor quiero pediros. -^¿Cuálí^— preguntó el príncipe. — Que me deis licencia para separarme de la hueste é ir de cabalgada. Tengo conmigo algunos caballeros y escuderos deseosos de distinguirse y yo os prometo cabalgar tan adelante con ellos, que os traiga noti- cias ciertas sobre la ordenanza de los oiemigos, lugares donde se encuentran y alojamientos que tienen Partióse de la hueste del principe al frente de la cabalgada el dicho mosen Tomás de Felletón. Iban con él mosen Gil de Felletón su hermano, nwsen Tomás de Fm't,..y hasta ocho mil trescientos ar- queros; hombres todos muy avezados en hechos de guerra y bien . ■ 29 / montados. Cabalgaron esos hombres de armas y arqueros por el reino de Navarra, llevando consigo prácticas en la tierra que los guiasen; pas^ii'mi el río Ebro, que es giand^^ y profmdo, por Lo- groño, y fmron á posar á wn lugar llamado Navarrete , . . . jilejados así esos caballeros cinco jornadas de la hueste, salían con frecuencia de sus alojamientos de Navarrete y coirían la tierra cabalgando alrededor de la hueste enemiga para avertguar la dis' posición de ella y los lugares que ocupaba . . . , De otía cab'algada mucho más importante que las anterio- res, conducida por el mismo príncipe á que acaba de hacerse referencia — el famoso Eduardo de Inglaterra, llamado el Principe 3fe^ro— trata Frosardo en \o^Gapitulos Z/Z y siguien- tes de la Segunda parle del Xibro primero de sus Crónicas. Esa cabalgada, bastante parecida en la manera de llevarla á efecto, á aquellas otras de nuestros antiguos reyes 4 que atrás hice referencia, es memorable por haber tenido por epi- logo la sangrienta batalla de Puatiers,en que quedó prisionero de los ingleses el rey Juan de Francia. ' Pero basta; que con lo dicho sobre las antiguas cabalgadas es suficiente para que se haga el lector idea de lo que eran. 8i quisiere más noticias búsquelas en las historias, crónicas y otras obras antiguas, donde hallará copia de ellas, y particu- larmente, concretándonos á las escritas en lengua castellana, en las Siete partidas, en las obras de D. Juan Manuel, y en cierto códice descubierto por el Padre ViUanueva y dado á la imprenta por la Academia de la Historia en su Memorial histó' rico español, que lleva por título Fuero sobre el fecho de cavalga- das, que aunque sea apócrifo, pues que se finje instituido por Carlomagno, tiene, como el Fuero de Aviles, que diz que lo es asimismo, el mérito de ser una antiquísima falsificación que nos muestra, ya que no las costumbres del tiempo en que.se supone escrito, las de aquel otro en que realmente se escribió; á la manera que las pinturas de Alberto Dürer, el represen- tar anacrónicamente asuntos bíblicos, nos ponen de maní- 80 üesto trajes, escenas domésticas y costumbres populares con- temporáneas ó poco anteriores al artista. Las cabalgadas paodemas, por lo que á naciones de civiliza- ción europea toca, demás está decir que presuponen un esta- do de guerra y, de consiguiente, ejércitos regulares beligeran- tes en presencia unos de otros. Destácanse de uno de ellos, ora juntos, ora divididos en grupos que se esparcen ó reconcentran segúii las circunstan- cias, pero en constante comunicación entre sí, unos cuantos miles de caballos, que pueden ser más ó menos conforme al número de ellos de que se disponga é importancia de la ope- ración que haya de practicarse. La extensión del territorio abarcado por la cabalgada ha de subordinarse no solo al ob- jeto de ella, sino también á los peligros que haya de arros- trar y muy en gran manera á la necesidad de proveerse dia- riamente de vituallas y forrajes para el sostenimiento de los hombres y caballos que forman la expedición. Así en comar- cas ricas y ix)bladas podrán,, por lo que á ese último punto de vista atañe, concentrarse en más reducido espacio los expedi- cionarios que en las pobres y de menguados recursos, donde los forzará la necesidad á esparcirse sobre dilatadas extensio- nes de territorio. Consistiendo el principal objeto de la cabalgada en perju- dicar al enemigo privándolo de recursos y dificultándole sus movimientos, hará la caballería agresora por rodear la hueste contraria hasta llegar á situársele á los costados y espaldas y por interponerse si puede entre sus cuerpos y divisiones; Te quemará los parques y aUnacenes, los pueblos de donde sa- que sus víveres, le volará los puentes y vías férreas, talará las mieses ende rredor suyo si fuere tiempo de ellas y le hará, en en pocas palabras, cuanto daño pueda; no titubeando en arrojarse sobre sus mismas tropas y en aceptar combates con ellas cuando tengan seguridad ó grandes probabilidades de vencerlas, y esquivando tales eñcuenti*os cuando nada vaya en ellos ganando, ó le sean peligrosos ó de dudoso resultado. Hacer lo uno ó lo otro estará al arbitrio de los expediciona- 31 ríos, si son no más que tropas de infantería las que se les opongan; pero si las hubiera también de 'caballería entre ellas, podrán contar siempre con la ventaja nada despreciable de la iniciativa, que les dará sobre el enemigo un tiempo de adelanto en los movimientos. En una cabalgada — la miámá palabra lo está diciendo— no ha de ir nadie á pié, pues por pocos que fueran los peo^ nes, bastarían ellos para entorpecer los movimientos de los demás expedicionarios, obligándolos á marchar á su paso ó forzándolos jpn último extremo á llevarlos á la grupa con perjuicio en todo caso de la movilidad, que ha de ser la pri- mera condición áe tales correrías; pues las armas de ellas de- ben ser antes que las lanzas, espadas 3^ carabinas, los pies de los caballos. Pero siendo preciso que la cabalgada se baste á si misma en cualquiera caso y pudiendo ofrecérsele algunos de tener que pelear contra infantería enemiga bien apercibida á la defensa y hasta atrincherada, en los cuales sería absurdo, ó imprudentísimo cuando menos, cargar contra ella á caballo, se hace indispensable que va3\an los cabalgadores provistos de carabinas y sean perfectamente idóneos para el combate á pié en la forma que prescriben hoy todos los reglamentos. Pero es consejo que ha de tenerse muy presente en toda cabalgada, el de andar á pié no más que lo absolutamente preciso; pues no solamente ha de aprovechare la ventaja de la presteza en el moverse que dá el ir á caballo para hacer largas jornadas y andarlas en breve tiempo, sino también para verificar rápidamente esas evoluciones dentro del campo de batalla que conducen á envolver al adversario. Hacerlo así en cuanto se le divise y tan velozmente como se pueda, echar pié á tierra para dispararle una granizada de balas, cabalgar y echársele encima á toda brida en cuanto dé muestras de des- ordenarse y lanzarse en su seguimiento sin darle punto de reposo en cuanto huya, es el método de combatir caba- llería contra infantería de que mejores resultados puede pro- meterse la primera en tierra llana y sin obstáculos. Y aún ;i2 aei-án má." seguros y decisivos esos resnltiidos »¡ ii la acRÍúii de 1» caballerifl puede concurrir la de alguna uenn mils que h\ vista (lf;l tiraiinr, (*) Ji qué extremo no werjin hoy utalMÍ' !n i'iltiiii.i pan» su arma y biillestíis I'ero repito— y luiuí'a ¡nsistiiv io Iwisliinte en e!lo— que no Ilevíi lii de perder la c,tl>^illeria en tales eiiso? por cobaileria sino por agresora, Si ron frecuencia rp ven ooi-onndos por el éxito los esfilet- zos del que ataou, debe de atribuiíiie a \a fnerzn inoriil que ie dá la inicinti\¡i y á la flojedad de los coiiti-arios, que no es común posean el aplomo (¡ue m re((uiere pam iigiiarilar ¡ni- pávidatnente Ui carga, , contra r rescindo la inflaencia poderosa que aquella fuerza moral pone de parte del agresor con el vigor do un ánimo inquebrantable. Puede deciree, por lo tanto, que el atacar á una tropa ene- miga no desordenada y que parezca decidida á defenderse, es, más que peligroso, temerario, cualquiera que sea la forma en que ae proceda al ataque; pero que, ya en el cuso de ha- cerlo, es mucho inerios arriesgado y ofrece mayores prdbabi- lidades de feliz suceso el cargar á caballo que ú- pié. Debe, de (*) Esraa cifras son solo aproximadas y s^ refieien & ios alcances eficaces y no á los absolutos; puea estos eran mu- cho mayores. Del tiempo da los fusiles lisos se habla de halax perdidas & distanci&a hasta de dos mil varas. £1 arco largo de los ingleses, á todo tirar, poníala saeta hasta á qui- nienCaa yardas y m&s. Una ordenanza de Enrique VIII de In- glateira— Acta 33 de su reinado— fijaba en 220 yardas— 203 metros— la distancia mínima á que habían de colocarse los blancos en los campos de instrucción. Pero el alcance asi del ' arco com'f de la ballesta es muy variable por depender de la fuerza del arma, que' en el arco ha de subordinarse al Vigor del brazo del que la maneja, mientras que en la ballesta pue- de llevarse á extremos casi ilimitados por armarse ella por medio de gafa, torno ú otros artificios mecánicos. Por tiro de ballesta se entendía, no obstante, una distancia de 600 á TOO rastros. Los ingleses preterían como arma de campaña el arco á la ballesta, -en primer lugar por lo diestros que eran en su manejo, en segundo por ser de liro mucho más rápido.. y en tercero por exigir mucho menor espacio para el tirador y prestarse mejor, de consiguiente, á las formaciones com- pactas. 41 consiguiente, cargarse siempre á caballo si el terreno y la clase de tropas de que se disponga lo consienten. Muy mal resultado tuvieron las cargas de la caballería francesa en Reischofen y Sedán en la guerra franco-germáni- ca; pero con infantería ni hubiera sido posible siquiera inten- tarlas. Los ejemplos de los combates de Somorrostro en nuestra Viltima guerra civil y de Plevna en la turco-rusa, el del famoso ataque de San Privat por la guardia real prusiana y otros mu- chos de Ifís guerras modernas que pudiera citar, demuestran patentemente que hoy con el prodigioso alcance y rapidez de tiro de las armas portátiles de fuego, cualquiera tropa por me- diana que sea, tiene á raya á los más briosos enemigos que pretendan desalojarla de sus posiciones. Cierto es que los reglamentos tácticos, para hacer posible el avance sobre la posición enemiga, disponen que la fuerza que haya de verificarlo, se desparrame cuanto le sea posible, dejando á los gi'upos en que se divide iniciativa para ampa- rarse en los pliegues del terreno y para ir avanzando á saltos; pero como al fin y á la postre ha de llegarse alguna vez á la posición enemiga, ha de necesitarse cierta cohesión en los últi- mos momentos para cerrar á pecho con el contrario, y al propio tiempo arrecia el peligro conforme van acortándose las distancias, no solo por la mayor certeza de los tiros ene- migos sino también por la facilidad con que puede ser objeto la tropa invasora de una carga ya de la misma infantería que la espera, ya de caballería, que muy probablemente le sería desastrosa en tan críticos instantes, de aquí que sean las car. gas operaciones casi absolutamente irrealizables. Hoy ni se intentan siquiera, sin prepararlas previamente por violentísi. mos y prolongados cañoneos que quebranten, aterren y desor- denen ál enemigo, siendo aún asi, de muy dudoso éxito. Sin caballería puede obtenerse victorias pero no comple- tas ni decisivas, por hacerse imposible sin su concurso acá. bar de deshacer y perseguir á los vencidos. Tampoco podrá (6) •»n ^i** ujii' •*i:ii»' ^'\*t i -r<;i.ii^tii*» 'vr^- ^rüK -*., i.i«aiaiu.fi«»- jéh. i ^rTimhfltf^ po^í'-Áe para la cabeLlena, o:»*! í^r^i:-*? I-:4? m!f?t>íiTí?-ni'?o- ^ trae <íoc;¿*l2«x pero ncnc-a r»>ir2 ser eGTCíríc»x ?ot- yc^it)í\vVf ni ínr!»">€jL:iJií'':aio rr»:.a *cl^ p'rtm.^ j depj^iutTe» ni ex- perím«itara ^ratnd'^ •icr-bfan^tjt* otxanji:» ^ea Ten*?!.!*"*, tenien- do en todrr ca^> a «a arbitrio el apelar a la inga, Diíío qtse la caballería no tiene *:»tza manera áe •:i:»Qibfttir qne ^fibL*tíen*io ai aíiversario, ponj^ae aá esta Q:^gnadi> por todr>» ioí» aaioreí» militaren t aái lo indica laredexíón Kia.* ^íemental v somera. ¿De qué aprovecha, en efecto, eí car^ailo *í «e ha de peraoaneíier qaiet»> en un ¿ogar esperando ia carga del enemigo o «aírienio «as ttr»j6? ¿no es. al contrario, nn estorbo en taíer» ca?#jéí p»>r lo qae oijn tribuye, eon sn con- tinuo moverse, a deí*viar la dírectñón de lo* tiros propios: con *Ti V>ulto, á qae .'*e pre?»ente mayor blanco a los del adversario y por lo qae embarga al cabaigad«>r en la libre disposición de la rnano de la brida? Por eí»o prohiben todo? los reglamentos á la caballeria el e<^perar á pié ñrme lo*? ataques del enemigo* , y [iTrt' fr^f defía textualmente Federirm II dr Pru-¡a en snis 43 instrucciones: «Todo oficial de caballería que se deje cargar á pié firme será privado de su empleo,» Los gemplos de la batalla de Ayacucho, de la que la pre- cedió con pocos días dé intervalo, y de algunos otros comba- ten reñidos en la América meridional entre nuestra caballe- ría y la insurrecta, en las cuales la última, á pié firme y pre- sentando las puntas de sus larguísimas lanzas, consiguió des- hacer completamente á la primera que la cargaba á toda brida, son excepciones que confirman la regla general y que si algo pruebap.és, rnás que lo buena que fuera la caballería bolivia- na, lo mala que era la nuestra. La caballería no tiene otro oficio en el campo de batalla que el de cargar; para ello es- inmensamente superior á la infantería; porque atraviesa con velocidad grandísima el espa- ció peligroso, conservan los hombres todo su vigor y entereza^ en el momento del choque, infunden gran pavor por lo im- ponente de su masa y rapidez de su avance en los ánimos de los contrarios y les son realmente peligrosísimos por consti-^ tuir un verdadero proyectil el conjunto del hombre y la ca- balgadura. Pero aún con tan favorables condiciones, es tan arriesgado el dar cargas, mayormente con las armas de que dispone hoy el defensor, que han de ser oportunísimas para que se vean coronadas por el éxito. Por eso se ha dicho que la caballería es el arma de la oportunidad, habiendo de apro- vechar sin vacilaciones el que la dirija el momento dedsivo de valerse de ella. Y llegado que sea ese instante, ha de tratár- sela sin comtemplaciones ni escrúpulos, corno si fuera un proyectil de artillería, que por gran valor que tenga se lanza cuando llega el caso contra el enemigo. «Hay que cuidar el caballo como si valiera un millón para tratarlo cuando haga falta como si no valiera un cuarto»_, decía Federico II de Prusia. La exacta apreciación del momento oportuno para dar una carga fué siempre difícil; pero ho}^ dada la enorme dis- tancia á que se inician los combates, lo e^ en grado extremo. Porque ¿quién es capaz de distinguir á dos mil metros de 44 • distancia siesta el enemigo lo bastante quebrantado para no resistir una carga'? ¿ni quién puede asegurar que no cambien las circunstancias durante el tiempo, por breve qué sea, que invierta la caballería en franquear aquel espacio? ¿ni cómo— tampoco — ha de poderse apreciar á tal distancia la existen,cia de, obstáculos que, vistos de cerca, resulten ó infranqueables ó lo bastante difíciles de vencer para que se pierda en ello un tiempo precioso? . Por eso la misión de la caballería en el campo de batalla se ha complicado muchísimo en los últimos tiempos, necesi- tándose de excepcionalísimas dotes para dirigirla y. em- plearla; Pero la caballería posee la preciosa facultad, si está bien instruida — y no lo está hoy ni lo estuvo nunca la que no la posee— de echar pié á tierra y convertirse en infantería. Nin- guno de los inconvenientes señalados para la caballería le son aplicables en tal caso; pudiendo muy propiamente decirse á una tal caballería reina de las arniasy porque tendrá todas las buenas cualidades de ambas á dos— caballería é infantería— sin ninguno de los inconvenientes de la una ni de la otra. Caballería que deje los caballos y combata á pié puede desempeñar todos los servicios de la infantería; muchos de ellos, si los hace á caballo, mejor y más efícazmente que la misma infantería— pues á ésta le vendría muy bien hacer á caballo bastantes de los servicios que hoy hace á pié — y po- dría además desempeñar los propios suyos, mientras que la infantería no puede sustituir á la caballería en ninguna de sus funciones. Esa propiedad de la caballería de ;^elear como infantería tiene grandísima aplicación en los combates defensivos, pues permite tomar la iniciativa en el momento en que convenga hacerlo para frustrar los ataques del contrario arrojándose sobre él, desconcertándolo y poniéndolo en fuga. El combatirla caballeiía pié á tierra como infantería, se halla consignado en todos los reglamentos europeos desde ^1 tiempo de Federico el Grande de Prusia; pero siendo cosa tan 45 . natural^ tan sencilla, tan de clavo pasado, que se acuda á tal recurso cuando convenga hacerlo, debe de ser, y es efectiva- mente, viejísimo. Hasta hubo un tiempo en que se adoptó por sisteina el echar siempre pié á tierra para combatir, in- • terpolándose los hombres de armas — que asi. se llamaban entre nosotros, y también en Francia los caballeros cubiertos de armadura completa — con los peones. Tuvo principio esa usanza, entre los ingleses que invadie- ron el reino de Francia en el siglo XIV, que muy escasos de ciaballos en su ejército para resistir las acometidas de la nu- merosa y pujante caballería francesa, tuvieron pov precisión que ponerse siempre á la defensiva en los cx>mbates. A lo que la necesidad habí¿i engendrado, dieron alientos las victorias obtenidas por los ingleses en aquellds guerras; llegando á prevalecer algún tiempo la opinión de que en lucha el hombre á pié con el de á caballo estaba la ventaja por aquel primero. En esa época se estableció como adagio ó á modo de precepto entre los hombres de armas, «que el puesto de honor en las batallas estaba al lado de los ar- íjueros.» Dos batallas muy memorables ocurrieron en ese tiempo, y en ambas se aplicó ese sistema de que peleara á pié la gente de á caballo: la de Puatiers, en que quedó prisionero de los ingleseá el rey Juan de Francia, y la de Nájera reñida en Castilla y en la que combatieron, de parte del Rey D. Pedro, los más afamados caballeros y escuderos de Inglaterra y de (iuiena conducidos por el príncipe de Gales Eduardo, llamado el Príncipe Negro, y por la de D. Enrique, casi toda la nobleza castellana y muchos caballeros y escuderos aragoneses y fran- ceses que tenían á su frente al célebre Beltrán de Claquín. La desproporción de fuerzas era grandísima en la primera de esas batallas, pues mientras que el Príncipe Negro que go- bernaba la hueste inglesa, disponía tan solo de dos tnil hom- bres de armas, cuatro mil arqueros y mil quinientos peones de los llamados hnganteSy contaba el rey de Fl-ancia con cin- cuenta mil caballos ijue llevaban sobre sus lomos á toda la nobleza del reino. 46 Dispuso el último, en vista de encontrarse sus enenegoe fortiñcados en un otero de agria y difícil subida, que echase \Aé á tierra toda su gente y que cortasen las lanzas á cinco pies de largo para pelear como infantes, exceptuando tan solo de esa disposición á trescientos hombres de armas escogidos -en- tre todos los de su hueste y á un pequeño tropel de caballe- ros alemaneí', sus auxiliares. Del lado contrario estaban también á pié todos los hom- bres de armas, menos trescientos de ellos y otros tantos ar- atalla para que cayesen sobre el costado izquierdo de la hueste francesa cuando llegase la oportunidad de hacerlo. Dispuso, sin embargo, que los hombres de armas tu\áesen cerca de si los caballos para montar pronto en ellos si fuese necesario, y colocó á los arqueros en primera línea. El ataque de los franceses, aún yendo á pié, .fué tan impe- tuoso c(Mno todos los suyos; pero el espeso nublado de saetas con que fué recibido, tan violentameíite disparadas de los arcos, que ni bastaban á detener su ímpetu los recios arneses que entonces se usaban, lo hicieron por completo estéril. Varias veces repetido y siempre sin 'fruto, acabó por des- ordenarse la hueste del rey de Francia, y llegó el moment?o para los hombres de armas ingleses y navarros del Prímipe NegrOf de cabalgar y de lanzarse á la carrera sobre los desmo- ralizados contrarios, al par que los embestían por él costado derecho los hombres de armas que para el caso tenía dis- puestos el Príncipe desde antes de comenzarse el combate. El descalabro que sufrió la hueste francesa es de los más de- sastrosos que registra la historia eti sus páginas. Me lie detenido más de lo que ú primera vista parece que debiera haberlo hecho, en la relación de una batalla reñida en tiempo tan lejano y distinto del nuestro, porque difícil- mente se encontrará otra en que tan sabiamente se haya aplicado el procedimiento de combate de que estoy tratando- En él la caballería hizo de infantería cuando tuvo que defen- derse V tornó á ser caballería cuando la hizo necesaria la des- \ 47 moralización del eneinigo; y tan bien y oportunamente ftié llevado todo ello á efecto, que bastaría esa batalla por sí sola » en que combatió el Príncipe de Gales con tan enorme des- igualdad de fuerzas y con tan brillante resultado, para gían- jearle fama de capiüin insigne. Ese famoso combate probaría también, si para coaa tan evidente se necesitase de prueba, que no es al ir á caballo, sino á la misma desfavorable condición en que el becho de atacar coloca al agresor, í'i lo que hay que atribuir lo infruc. tuoso de muchas cargas de caballería inoportunamente prac- ticadas; pues que en él ib^m á'pié y no á. caballo los ügresores- Y no se me objete que de hechos anteriores á la aplicacijóii de las armas de fuego no puede sacarse enseñanzas útiles al tiempo presente, cuando— como en el citado ejemplasuc^e — más pudo ser contraria que provechosa la falta de tan po" derosos instrumentos de guerra á la realización de aquellos mismos hechos. O en otros términos: que lo sucedido en la batalla de Puatiers tendría más fácil explicación hoy que en el tiempo en qué sucedió; porque ¿cómo no habría de ser más fácil i'echázar las cargas de un enemigo cubierto de hierro y seis ó siete veces superior en número á los propios, estando éstos armados de buenos fusiles de repetición qu0 de arcos? De la batalla de Nájera, sucedida once años después de la anterior, también dirigida y también ganada por el mismo principe Eduardo de Gales, ni habría hablado' siquiera si no * me hubiera traido á hacerlo la circunstancia de haber comba- tido á pié como en la otra las caballerías de ambos ejércitos contendientes. «El rey Don Enrique ovo m consejo é dijévnle que pms los contrarios venían todos á pié que era bueno tener esta ordenanza, » — dice Pero López de Ayala, cronista, testigo y actor en el Suceso, como hombre de armas que era de la hueste de Don Enrique. Y efectivamente á pié iban, aunque tenían cerca los caba- llos, los hombres de armas de la hueste inglesa; pero D. Enri- que solo dejó á pié de los suyos á los extranjeros— -franceses '•T'fi'íS??! 48 y aragoneses — que acaudillaba Beltrán de Claquín y á los mil caballeros y escuderos castellanos que formaban el centro de la primera línea. Las alas derechas é izquierda — también for. madas de hombres de armas y ginetes castellanos— perma- necieron á caballo y lo mismo hicieron todos los hombres de armas de la segunda línea. Iban á pie en ésta, por carecer de cabalgaduras, muchos hidalgos montañeses, asturianos y viz- caínos, y multitud de gente de los concejos de las ciudades; pero toda esa muchedumbre de nada aprovechó en la batallíi «m toda la pelea fué ern los ornes de arman,'. Pocos lances tuvo el combate. Chocaron furiosamente las vanguardias; pero desamparada el ala izquierda de la hueste enriqueña por haber vuelto grupas sin llegar á combatir In gente que acaudillaba Don Téllo, y desbaratada sin gran re- , sistencia, á lo que parece, el ala derecha mandada por el marqués de Villena y el maestre de Calatrava, se encontró envuelto desde el principio del combate el centro de la pri- mera línea, única cosa que quedaba de ella. Rota y desbara- tada cundió el desorden á la segunda, que se desbandó en espantosa confusión, siendo imp<^tentes Jos esfuerzos de Don Enrique para detenerla. Montaron entonces á caballo los hombres de- armas inglesas y gascones y tan fieramente cai:ga- ron sobre los contrarios y tal riza hicieron en sus ya desbara- tadas haces, que miles de fugitivos, faltos de espacio para po- nerse en salvo, se precipitaron al rio Ebro, que corre por aquellos lugares, y perecieron ahogados en sus aguas. No hay en esta batalla, como en la otra, ni defensa de po- siciones, ni desproporción de fuerzas entre los combatientes; pero sí como en ella, dos caballerías que pelean como infan. tería y una de ambas que cabalga en cuanto vé á la otra fiolut4imente de dragones, fuera de las o armas auxiliares, seria el non plus ultrn de Jos ejércitos; p se tendría en él infantería y caballería todo i\ una, pudiei modificarse d cada momento y según conviniese, las pm] ciones relativas de una y otra arma, y porque poseería ejército una velocidad muy superior á la ordinaria del'hi bre á pié. .y 51 balas rojas y de balas explosivas de fusil; el valerse de ciertas tretas ó artimañas como la de disfrazarse coa vestiduras ó usar de banderas enemigas |)ara engañar á los contrarios; el acudir á procedimientos tales como envenenar los víveres ó las aguas que haya de utilizar el enemigo, como llegó á ha- cerse en nuestra guerra de la Independencia eh algunos lu- gares de España por quienes no titubeaban en la elección de los medios para acabar con los usurpadores; poner minas que estallen después de rendidos por las tropas propias y ocupa- dos por las enemigas los lugares y fortalezas, como diz que hicieron los franceses en J^aon en su última guerra con los alemanes; tirar de todo propósito contra hospitales é iglesias, ó contra edificios cuya destrucción nada aproveche, y otros hechos «de esa ó parecida índole, están proscritos; unoS virtual y como tácitamente, otros por leyes y convenios interna- cionales. Cierto es que poco valor pueden tener leyes ni con- venios en el terreno de la fuerza cuando tiene la mayor de su parte el que los vulnere; ni aún careciendo de fuerza incon- trastable aquel de los contendientes que no se someta á tales limitaciones, habrá modo de obligarlo á la obediencia sino por la fuerza — que es la negación de todo derecho — ó ni aún de esa" manera, si al atropellar por todo logra equilibrar las fuerzas poniendo de su parte por tales medios las que le falten. ' Así en la Edad Media, esa época de antinomias ó contra- dicciones, como la llama D. Francisco Pí y Margall, se admi- tía por una parte el derecho á la guerra privada que necesa- riamente había de extenderse á los grandes estados, y se ne- gaba por otra carácter de legalidad á todas aquellas que no fueran dirigidas contra infieles, lia guerra de conquista de un estado cristiano contra otro era mirada, naturalmente, como un atropello del derecho de gentes; lo que no era óbice para que se acudiera á cada paso á las armas para apoderarse de lo ageno; bien que á las grandes conquistas que se verifica- ron ó que se intentaron en aquellos siglos, como la de Ingla- terra por el duque de Normandía Guillermo el Bastardo, ó la uiiMi dtí Aragón por el duque de Aiiyii, se Jaba (■anicter ^aiidttd^uu la iiüta de heiegia <)U6 ae iirioJHbH sobre las lidos y la bula pontificia de cruzada de que se arniabaii ^resoree. ueste punto de legalidad en las guerras y en los proce- sntos de támbate hubo siempre, y tiene que seguir ne- jamente habiendo en lo futuro, grandisimu <;omplicii- Y noinehor disparidad entre las palabrasy los hechos, por iposibiljdad de establecer leyes en uu terreno, como el de srsa, en que ella es la verdadera ley. La ímica, fuera de que ha podido intervenir en suavizar ó moditícar en ai- manera ios procedimientos de combate, es la eoetum- ^uiada á su vez por la religión, la filosofía, ó por ciertas ; nacidas de ellas ijue han contribuido á dar á kis aude- i euL'opea» en ciertas g]h)chs de su historia, uaracter nota- ente huniauitario y caballeresco. También hay que reco- lé que, el capiieho y la moda y, en no ¡«ica parte, la rutina, L«>ntribuido á establecer y modificar la costumbre, ero dÜtdl es señalar, ni aún en esas épocas á que acabo üdir, la linea divisoria entre lo que era leg il y lo que era 1 ante la costumbre más ó menos tácitaineute estableci- í^aliueiite no existia tul linea divisoria ó era eu todo caso yaga é indetermiuada; encontrándonos á cada paso en storia de a(|uellos tiempos, asi como- en los nuestros, he- coutradictorios (¡ue se rebelan contra todo intento de ticación y de orden. ¡pmo quiera que sea, el convenio tácito ó estipulado por dos enti-e unas y otras naciones, mediante el cual se re- ne á un procedimiento de guerra, cualquiera que sea, no le aoHinlente basarse en el deseo de evitar crueldades y ps inútiles, sino que también ha de propender á estable- ^ualdad entre los contendientes. Pero muy lejos de con- r n ello tales convenios, son causa de que se originen nue- lesiguatdadeíj r') se acentúen las <¡ue ya existen entre ' i y otras naciones en favor de las que poseen mayor po- ;6n,,iuás prósperos comercio é industria y más dinero de , s'^->ír'^»PP2*- r. 58 consiguiente. Renuncian íísí los estados pobres y de corto territorio ai empleo de medios de combate de que podrían aprovecharse ellos con mucho mayor fruto que los ricos y po- derosos, y dejan á estos en el libre uso de ciertos elementos de guerra costosísimos que su misma penuria pone fuera del alcance de aquellos' primeros. Que renuncie un estado pequeño y de escasos recursos al coíso, al empleo de explosivos, á valerse de cuantos medios de guerra le sugiera la apremiante necesidad de defender su derecho mientras que no renuncien también los otros estíidos á los blindages y á los ejércitos de millones de hombres, es Ijsa y llanamente atarse voluntariamente las manos y poner el cuello al cuchillo. ' Pero aún sin invadir el terreno de los convenios que la blandura de costumbres de los tiempos modernos han esta- blecido tácita ó expresamente, queda todavía muchísimo que andar á las naciones de pobres recursos en ese otro terreno, absolutamente libre, de organización de la fuerza armada, para contrarrestar muy notablemente las ventajas que sobre ellas tienen las grandes naciones por su población y su riqueza. Y mucho más, cuando esos dos poderosos resortes de prospe- ridad y de civilización aílojan siempre en loa hombres, aque- llos oU'os que los mueven á la lucha. Si se cree que solo del número de hombres y no de la calidad de ellos depende el éxito en las guerras, renuncien por siempre las naciones de territorio relativamente corto y cuya jx)blación no podrá pasar nunca de límites reducidos y modestos en comparación de los grandes estados, á jugar en el mundo otro papel que el de satélites; ni á vivir en él sino de limosna. Pero si, como yo pienso, queda muchísimo que andar en punto á instituciones militares para que pueda decirse que se haya llegado á la meta, y está en gran manera cerrado el camino de alcanzarla á esos grandes pueblos, cuya prosperidad, penetrando desde las más altas clases sociales á las más profundas, las ha privado á todas ellas del temple rudo y vigoroso que exige la práctica de la guerra, entonces ■ I . IL . 54 levanten alta la frente muchos pueblos sujetos hoy al yugo extranjero ó á arrastrar una vida pvecaria, y á (juien (juizás depare mañana ocasión la fortuna de imponer la dura ley del hierro á muchos otros que tienen puesta su esperanza en (jue esté siempre la fuerza del lado de la riqueza. Pero guárdense aquellos pueblos de aceptar la lucha en el terreno en que la tienen planteada los últimos, imitándolos en sus institucio- nes, pues descansando éstas en la riqueza y en el número, claro es que habrán de (¡uedarse siempie por debajo de ellos. Busquen, pues, esos pueblos la fuerza donde realmente se en- cuentran: en la calidad y no en la cantidad de los combatientes y encaminen sus gobiernos sus actos todos á templar los árii- mos y los cuerpos para la guerra; que para eso no hace falta dinero, antes perjudica. ICn la perfección de los ejércitos modernos, hay mucho de relativo y convencional. ^;Puede dudar nadie de que serían muchos mejores soldados los que estuviesen ocho ó diez años en las filas, que los que solo permanezcan tres ó cuatro en ellas"? Sin embargo, el tiempo de servicio militar, tiende cons- tantemente á abreviarse, subordinándose en eso más que á ideas de verdadera utilidad desde el punto de vista militar, á consideraciones sociales y políticas, l^os mismos principios de gobierno que han conducido á las naciones á la representación parlamentaria, al sufragio, y á la igualdad social, han impuesto la necesidad de una organización militar en que la cantidad, el número, predominan sobre la calidad. Dentro de un sistema general positivamente malo, puede haber y hay mejor y peor. lios alemanes han llegado á lo mejor dentro del sistema defectuosísimo que hoy prevalece; pero incuestionablemente dentro de otros sistemas más per- fectos, podría llegarse á constituir ejércitos muy superiores al que hoy tiene Alemania. Para mí no tengo duda en que el ejército alemán de nuestros días está por bajo del de Fede- rico íl, así como á su vez lo estaba éste de los de Felipe II y Carlos V. Tal es la influencia de las palal)ras— dice el general Almi" 55 rante— «(i[ue ios hechos se ahogan en ellas durante siglos.»^ < Tal es la inñueneia de los hechos •menudos v secundarios, de las palabras, de las fórmulas — digo yo á mi vez— -que los hechos grandes, los j)rincipales, desaparecen abrumados por ellos, como se pierde una perla en un estercolero. El arte de la guerra, en lo alto de ella, está ahogado por las palabras y sus definiciones; en lo bajo por vanas fórmulas, apariencias y hechos menudos que solo sh establecieron como accesorios, como medios conducentes á los hechos definitivos, y que apreciados como si fueran definitivos por la inmensa muchedumbre de gente vulgar que solo vive y respira en la ^ baja atmósfera de los medios, pero que se ahoga en la región elevada de los fines, han acabado por sustituirse en la general opinión á estos últimos. Un ejército no es sino una máquina de hacer la guerra, y á ese fin deben propender todos sus elementos, ya individua- les, ya colectivos. Principalísimo es, pues, que cada hombre de los que lo componen sea un perfecto instrumento de combate por su habilidad y su esfuerzo. Quien pretenda labrar un edificio^ buscará ciertamente carpinteros, albañiles, canteros, escultores y demás artífices que sean conocedores y prácticos en sus respectivos oficios; no es probable que se le ocurra echar mano de cuantos hom- bres se encuentre de tal ó cual edad v estatura. Y caso de hacerlo así, tendrá de precisión que empezar por enseñarles el oficio á que quiera aplicarlos: al albañil á valerse del palustre, la llana y la plomada; al carpintero, de la sierra, la azuela y garlopa, y así con los demás. Poco le importará, con tal de que cada uno de esos obreros sepa hac^r el debido usa de sus herramientas, que haga además con ellas elegantes maniobras, pero sin aplicación al uso á que están aí^uóllas destinadas\ Kn los ejércitos, tal como están hoy constituidos, se sigue muy contrario procedimiento. C'omo si todos los hombres fuesen aptos para tan complicado, dificultoso y áspero oficio como lo es el de las armas, se coje á granel, sin sicjuiera exa" 56 la- minar las aptitudes de cada uno, á cuantos cumplieron tal ó cual edad, creyendo tener hombres perfectamente adecuados para^ combatir, cuando se encuentran instruidos en muftitud de puerilidades que fueron introducidas de tiempo atrás y poco á poco en la milicia; unas comd medios para alcanzar objetos de positiva aplicación á la guerra, oti'as muchísimas con otros fines completamente ajenos á ella ó como accesorios de puro aparato. * Manejar el arma se llama, no á servirse de ella como ins- trumento de muerte, sino á hacer con ella en la mano movi- mientos y figuras que á nada conducen; ser buen soldado á practicar multitud de fórmulas no menos inútiles, á presen- tarse con un porte irreprochable y á desempeñar diversidad de oficios mecánicos que no solo nada tienen de belicosos, sino que tienden moral y materialmente á extii^pardel hombre los gérmenes guerreros que pueda poseer innatos. Sin uniformes — cosa muy moderna y á que se atribuye gran importimcia-sin paso acompasado, sin cuarteles— cosa también moderna y sin la cual hay quien no concibe la milicia — sin esas evoluciones más propias de bailarines que de hombres de gueri'á, en "cuyo perfecto desempeño hacen consistir muchos el mérito de los batallones 3^ de sus jefes, sin ninguna de esas figuras de pura visualidad que se practicim con los sables, lanzas y fusiles, se conquistaron naciones y se ganaron batallas en tiempos harto más guerreros y belicosos que los presentes. No es que yo diga que sobren todas esas cosas — aunque de algunas de ellas desde luego lo afirmo — pero sí que podrían cambiarse todas ellas con gran ventaja por una cualquiera, aunque no fuera más que una sola, de las que tienen aplicada n positiva á la. guerra. Los reyes de los siglos pasados buscaban los hombres de guerra donde quiera que los hubiese y los pagaban conforme á su mérito., jY á qué precio! El duque de Borgoña Felipe de Valuá, cuando su expedición á Guiena en 1372, se obligó á pagar de sueldo diario dos francos de oro á cada caballero de bandera (elievaHier banneret), un franco á cada caballero no- 57 ~ \-e\ (che)!alim- hárlielier), ■medio franco á oaila esoiidem y un tercio de franco á cada ballestero ó arquero. Agrega Baran te, (le cuya Historia de los duques de Borgoña tomo estos datas, que el salario anual de un gañán de arado en ese mismo tiem- po, era de siete francos de oro, consumiendo de trigo por valor de cuatro francos. En pocas palabras: que el combatien- te de última fila — que tal categoría tenia entonces el arquero óballestero— cobraba diez y siete veces lo que el jornalero de campo; y que el combatiente de la más alta gerarquia ó caballero de bandera — sin equivalente ninguno en la milicia moderna por su organización radicalmente distinta de la de entonces— ciento tres veces la misma cantidad. Y no se crea que se encontraría hoy mismo mucho miSs barato quien se presta»; á poner á riesgo su pfllejo por lo que no le vá ni le viene. No tenían escrúpulos los soberanos en esos tiempos en acudir en busca de combatientes ha-sta fuera de sus dominios. Los suizos, que gozaban fama — y muy bien ganada— de es- forzados, valientes y aptos para la guerra, se cotizaban á muy altos precios en el mercado; v varios otros pueblos como los vizcaiuos, ios ga.scones y los alemanes, especulaban también en el oficio de pelear por quien mejor los pagase, sin einpa- cho ninguno en ello sino antes teniéndolo á mucha honra. No era llano poner una pica en Flandes; pero eso sí, la pica que allí se ponía era una pica. Hoy se pondrían en un mo- mento cien mil bayonetas; pero ya podría darse por muy satisfecho quien las pusiese, de que valieran cada cien de ellas lo que una sola de las picas de antaño. Con quinientos ó seiscientos hombres sacados de cualquie- ra de los ejércitos europeos del día, ni se sueñe en que pu- dieran hacerse conquistas mino la de Méjico ó el Peni; mil; xime no disponiéndose sino de ballestas, espadas y picas, como los autores de esas memorables empresas. (*") Y ahí te. itf que los españoles conqnintado- i de armaR ite fuego y que 4 ello 58 nemos, sino, en |)rue))a de ello las «inervas s de combate^ contra pueblos salvajes africanos, mucho menos temibles, mírese como se quiera, que los aztecas y los iiacas. Hasta el siglo XVI había sido la caballería el nervio de los ejércitos; pero de allí en adelante fué ella cayendo en des- crédito y prevaleció la opinión de que la infantería era el arma más principal é importante, quedando aquella otra re- legada á jugar papel secundario en las guerras. A dos causas hay que atribuir esa mudaíiza en los parece- res y la que trajo ella como consecuencia en la constitución de los ejércitos. La primera y con mucho la más importante de ambas fué la influencia de la moda; que así creo que debe calificarse ese movimiento general ocurrido en los últimos años del período histórico llamado Edad Media, y que con el nombre de Renacimiento y tan poderosa acción ejerció en todas las manifestaciones morales y materiales de la actividad hu- mana. El Renacimiento á su vez tuvo por cansa motora y gene- radora una invención cuya transcendencia no será nunca lo bastante comprendida: la imprenta. El divulgarse, merced á ella, las obras do la antigüedad pagana cuyo conocimiento, había estado hasta entonces limitado á contadísimas perso- debieron en mucha parte el buen éxito de sus empresas, no es enteramente exacto; pues séase por la dificultad que encon- traban para proveerse de pólvora, séase por estar todavía en el tiempo de las conquistas muy poco extendido el uso de las armas de fuego portátiles, es el hecho que llevaron tan co^'to número de ellas los conquistadores de Méjico y del Perú — y lo mismo los de las otras regiones americanas— que no mere- cen ser tenidas en cuenta. En el alarde que hizo Hernán Cor- tés de la gente que llevaba para la conquista de Méjico halló por todos quinientos ocho «sin maestros é pilotos é marineros que serían ciento y nueve y diez y seis caballos é yeguas... y eran treinta y dos ballesteros y trece escopeteros... Bernnl Díaz del Castillo Conquista de Mueca España Cap. XXVI. Francis- co Pizarro llevó á la conquista del Perú sesenta y dos de á caballo y ciento dos de á pié «tres de ellos e.^copetero.1 riiiicmn á aer a pié cumulo bajaron de categofla lu8 i^ue to- maban parte en ellas. No he querido calificar á tos ejércitos reules de penuaiieiites para distinguirlos de tos feudales, (|ue los precedieron en el urden del tiempo, sencillamente [>orque eran en realidad mucho menos permanentes que éstos últimos. ¿Cómo ha podido ocurrirse á nadie considerar como más perniaueute, ó estable, lo que se organiza expresamente para un objeto de- terminado y cesa de existir en cuanto desaparece ese objeto, como sucedía con tos ejércitos reales de los. siglos XVI y XVlI,que toqúese encuentra organizado con carácter perenney deíiuitivo, como lo estaban los brasos militares de las naciones déla Edad Media' Ni aún los ejércitos de nuestros días, que se eitcueutian constm te mente organizados, baya ó no guerra, son más permanentes que los constituidos por toda una clase social que no tema otra ocupación ni otro pensamiento qae el combate o que pieparai'se á él en constantes ejercicios dé fuerza y de destreza. 1)0 que si sucede — y véase la iuHuencia de las palabras en . las ideas^es que se confunden las acepciones de hueste, ó con- juntít de hombres dispuestos ¡Kini emprender una operación de guerra, y de milicia, ó conjunto de hombres dispuestos á formar hueste cuando se les llame ó convoque á ello; por ha- ber desaparecido casi de nuestro idioma aquella priíuera palu< bi-a con perjuicio de la claridad del discurso. Lo mismo se dice hoy ^érctto á una reunión de batallones ó brigadas listos pata operar contra el enemigo, que á una reunión de varios ejércitos pe<)Ueños, que á la miliñaó sociedad de hombres que han de constituir esos ejércitos. De la confusión en las pata- leas viene la contusión en las cosas que repreeentun. Pero aunque leuga ventaja en el coml)ate— volviendo á nuestro asunto— el hombre á pie sobre el de á caballo, no ha - de mirarse como progreso el predominio del primero en los ejéreitos sino en tanto que la medida no se generalice; pues desde el momento de participar todos los ejércitos de la mis- ma organización habrán desa(>arec¡do todíis las ventajas de ir «2 á pié para no quedar de ello sino las contras — que lo son cier- tamente respecto de ir á caballo— de la menor movilidad y y mayores molestias. En los tiempos feudales se combatía á caballo porque la cíiidad y costumbres de los combatientes, peiienecientes to- dos ellos á clases ilustres y acomodadas de la sociedad, asi lo exigía, sin que hubiere en ello mal alguno por seguirse la misma costumbre en todas las naciones; como tampoco lo habría hoy para la nación que renunciase á los barcos blin- dados si todas las derriás se conviniesen en desterrarlos de sus escuadras. El posterior predominio de la infantería en los ejércitos ha de atribuirse, no solo al prurito de imitar lo antiguo^ sino también, en gran manera, á lo que progresivamente fué ba- jando, por efecto del nuevo régimen^ el nivel social del com- batiente de filas. Pero tampoco se ganó nada con la ntieva organización, por haberse ido implantando casi simultiinea- mente, y por efecto de las mismas causas, en todos los pue- blos europeos^ que quedaron así en idénticas condiciones para combatir, ó sin otras diferencias entre ellos que las que den- tro de un mismo sistema orgánico puede haber entre unos y otros ejércitos. Varias pruebas pueden ser aducidas de no ser ignorancia (]Ue hubiera de las ventajas de la infantería sobre la caba- llería en el combate, sino obediencia á la general costumbre de andar y pelear á caballo, lo que motivó la preferencia que tuvo la caballería sobre la infantería en la Edad Media. Te- nemos una de ellas en las siguientes palabras de un docu- mento catalán del siglo XIII: «La experiencia, que es maestra de todas las cosas, de- muestra claramente que ni el rey ni su gente deben seguir la costumbre de sus predecesores en cosas de guerra; porque éstos se armaban y combatían á caballo, mientras que vemos hoy que los hombres de armas que pelean á pié vencen en las batallas á los que pelean á caballo....» (*) (*) Experiencia qui es maestra de totes coses claiameiit «lemostra quel senyoi- re}' iie les sues gents no deven seguir -iw-iv:/-'fiTi-- (>3 • Ni) ern, pues, i^ínonnuMíi de Ims veiitnjns áe ])elear á ]>ié I<> (jue dio á la caballerín predominio en la milicia (le la Edad Media, sino la costumbre general de andar á caballo que tenían los sujetos que formaban esa milicia. Las ideas de honor y de caballerosidad, que fueron poco á poco difundién- dose en ese mismo tiempo, al impulso de diversas causas cuyo examen me apartaría demasiado de mi objetoy al que renuncio de consiguiente, dieron muy frecuentemente á las guerras caracteres análogos al del duelo ó combate concertado, buscan, dose como en este, igualdad de armas, igualdad de número y hasta, de común acuerdo, algunas veces, terreno llano donde pudiera moverse libremente la caballería y se igualaran, en lo posible, las demás condiciones de la lucha. Pero esto de convertir la guerra en duelo, no llegó nunca enteramente á adquirir carácter definitivo y estable, aunque hub9 fuertes tendencias á dárselo; tanto pugna con la misma naturaleza de las cosas que se someta el más fuerte, sin presión material que lo compela á ello, á renunciar á las ventajas de serlo. Así el principe Eduardo de Gales— en el período álgido de la cortesía y del honor caballerescos — al ser emplazado por el rey de F'rancia Carlos V, cuyo vasallo era, ante el Parlamento de París para que se sincerase de los cargos que sobre él pesaban con motivo de las arbitrarias gabelas que impusiera en Gas- cuña, contestó que se presentaría á dar sus descargos ante el dicho tribunal, al frente de sesenta mil lanzas; respuesta idéntica en el fondo, á la célebre que dio el jefe galo Breno á los romanos, cuando se le quejaron éstos de la falsedad de los pesos que hizo poner en la balanza. Desde el punto de vista militar, como desde muchos otros, ha sido tan desconocida como calumniada esa prolongada época que se llama Edad Media. Siendo dificilísimo el estudio les vestigies de luis predecesors en los fets de les armes car ells se annaven et combatien a cavall e ara ven hom que homens quis armen a la guisa et combaten a peu ven ; en les batalles ais homens a cavall....» Cita de un documento del ar- chivo de la corona de Aragón que hace Lafuente en el capí- tulo XVI del libro II de la 2.* parte de su Historia de Enparia, F- '^ :.í5.' iV Tí a?-'.. 8>^ .-1. « 1-. &<*? j. 64 (le ella por la extraordinaria variedad y embrollo de las cosas y los acontecimientos, se la ha supuesto, durante mucho tiempo, envuelta en una oscuridad que estaba mucho más en los ojos del que la miraba que en ella misma. Sujetos diligentes y estudiosos en este nuestro siglo, han trabajado por esclarecerla y han conseguido despertar la aten- ción sobre ellas; pero ha de pasar niucho tiempo todavía antes de que se obtenga sazonado fruto de los estudios emprendidos- Harto se ha logrado ya con sacaí* á las instituciones y- á las artes y ciencias, de aquella edad, del desdeñoso olvido en que, las sumió el Renacimiento. No es posible ya hoy, después de los estudios de Víolet le Duc sobre la arquitectura llamada gótica, prescindir de ella en las obras técnicas de ese arte, ni dejar de reconocer la profunda sabiduría que presidió en la construcción de los edificios de ese estilo, cuya estabilidad exige admirable pon- deración y equilibrio de los empujes que tienden á destruirla , y que tan perfectamente responden, por el sentimiento que despiertan en el ánimo de quien los contempla, á la idea que inspiró su construcción. En las deráás artes útiles á la vida, , en comercio, en navegación, en industria, se deja ya conocer, muy á las claras, que no era la Ekiad Media esa época de tinieblas, atraso y barbarie que hasta poco hace se ha supuesto, en instituciones sociales y políticas, que las de ese tiempo — ÍJ> y de las cuales, no obstante el Renacimiento, se derivan las I*: nuestras — eran resultado de laboriosísima gestación, perfecta- ' mente acomodada en todo su desarrollo á las necesidades que se iban experimentando y que respondían á éstas harto mejor que responden las que hoy tenemos á las necesidades del tiempo presente. . • En esa labor de investigación respecto de las cosas de la Edad Media que se practica en nuestro siglo, ha quedado por completo rezagada el arte de la guerra. Sigúese todavía en los tratados de ella dando un prodigioso salto de quince siglos, desde el de Julio César hasta los principios del XV^I, como si hubiera pasado en claro tan considerable período, y como si á 65 no fuera él el más belicoso y guerrero de la historia de los pueblos de Europa. Dar por supuesto que en tan prolongado lapso de tiempo ocupado todo él en continuas guerras de reyes, ref^úblicas, magnates, villas y ciudades y hasta personas particulares los unos contra los otros; en que era la guerra estado habitual 3^ permanente, al punto de haberse considerado necesario el establecimiento dfe la llamada tregua de Dios, ^nr suponer alguna á aquel estado de hostilidad continua; suponer, repito, que no se sabía entonces guerrear, es de lo más peregrino que puede ocurrirse. ¿De dónde, sino del seno de esa época, salieron aquellos esforzados guerreros que, traspuestos los mares, so- metieron por la espada á pueblos poderosos é indómitos? . ¿Había ya, acaso, escrito Maquiavelo su Arte de la Guerray ni había tampoco introducido Gonzalo de Ayora en nuestra mi- licia el paso acompasado al son de los pífanos, que tanto daba que reir á las gentes, según testimonio de Gonzalo de Oviedo, cuando llevaba á efecto el ínclito Gran Capitán sus campañas de Italia? Loque sí puede decirse, hablando generalmente, es que las guerras de la Edad Media no se hicieron tan en grande como en los tiempos modernos. Eran las de entonces guerras . al por menor, al menudeo, por decirlo así; porque la guerra como la política, estaba entonces más descentralizada que al presente. A las grandes naciones de nuestro tiempo, grandes guerras de tarde en tarde; á las innumerables entidades soberanas ó casi soberanas en que el régimen feudal y municipal tenía divididos los territorios, guerras menudas y continuas. Si, pues, en mover grandes ejércitos y operar con ellos, podía ser poco práctica aquella edad, en cabalgadas, en ope- raciones de guerrillüi ó guerra guerreada, como entonces entre nosotros se decía, y en aptitudes individuales para el combate, tenía gran superioridad á la nuestra. No se peleaba, pues, á caballo en la Edad Media — repito una vez más— porque se desconociese que había multitud de (9) •■/' 'W^: I 66 trances en toda guerra en que se estaba en mejores condicio- nes á pié que á caballo para combatir, sino porque todos los i hombres de guerra, así propios como extraños, iban á caballo Ir é y porque para las marchas y otras muchas operaciones — estoy I por decir que las más de ellas — lleva grandísimas ventajas el ^' que vá montado sobre el de á pié. Así y todo se sabía perfec. > tamente pelear á pié, y así se hacía cuando llegaba el caso como se ha visto. Lo que nunca pudo ocurrírsele á nadie— creo yo— es dejar las cabalgaduras para perseguir fugitivos. Aunque el enemigo con quien se esté en guerra carezca absolutamente de tropas á caballo, el tenerlas ya se ha visto que es indispensable, porque sin ellas ni hay modo de em- prender persecuciones, ni de esclarecerse en las marchas, ni ■ de verificar muchas otras empresas cuya necesidad muy frecuentemente se impone. Tenga, pues, ó no tenga caballería •y ^ el ejército enemigo, hay una cierta cantidad de tropas á caba- llo con relación á las de á pié, que deben entrar en la compo. ?■ sición del propio si está bien constituido, l^as siguientes palabras del gran capitán de nuestro siglo, aluden á esa importantísima cuestión: «Las proporciones en que deben entrar las tres armas han sido en todo tiempo objeto de las meditaciones de los grandes capitanes. Conviénese hoy en que se necesita de cuatro piezas por cada mil hombres, lo que equivale para el personal de artillei-ía á la octava parte de la fuerza total del ejército. En lo que toca á la caballería, su número debe ser la cuarta parte , de la infantería.» Esto dice Napoleón I; pero no obstante el breve tiempo que de él nos separa, han cambiado tanto durante su tras- curso los procedimientos de la guerra, por efecto de diversas causas muy notorias, que la proporción, así de artillería como de caballería, resulta escasa para los ejércitos de nuestros días. Son hoy más delgadas que á principios del siglo las líneas de batalla, para presentar menor fondo á los tiros del contrario; los ataques más difíciles, por el nutrido, certero fuego y considerable alcance de las nuevas armas; las distan- fíSW^'>C.-. 67 chis dentro del campo de batalla, enormes, tanto en sentido de la longitud como de la profundidad de las líneas de com- bate; la necesidad de atrincherarse y la consiguiente de emplear gran cantidad de artillería para batir las trincheras y preparar los ataques, imperiosísimas; el campo pjira las explo- raciones de la caballería, muy dilatado. Bien puede asegurarse, pues, que los ejércitos que no tengan hoy mayor proporción de artillería que la tra,dicional de cuatro piezas por cada mil hombres, ni de caballería, que la cuarta parte de la infantería que Napoleón establece, están muy pobremente dotados de esas armas, y á economía, ya que no en gran parte á rutina, habrá de atribuiíse. Bien que solo á economía ó á rutina, ó á ambas causas á la par, puede obedecer que haya ni un solo hombre á pié en los ejércitos; sabido que los caballos darían á la infantería condiciones de que hoy carece, sin perjuicio de las que le son necesarias. ICl cuidado de los caballos sería, en todo caso, muy pequeña molestia, y harto tolerable en com- paración de las ventajas (]ue reportaría su empleo. a proporclonee de hs tres armas en la constitución áe loB ejércitos no son las mismas en todos los casos, pues dependen del terreno, del clima, de la composición del ejército enemigo 7 de otras circunstancias; pero de ningún modo couTiene que las tropas contrarias tengan mayor velocidad que las propias. tiN embargo de lo dicho en el anterior capitulo sobre las proporciones de las armas en la composición de los ejércitos, debe tenei'se muy en cuenta que han de influir en gran manera en ellas el género de guerra le se haga, la clase de terreno en que ae opere, el linaje 1 enemigos con quien se combata. Asi en tierras muy esca- osas y de difíciles caminos y donde haya, además, de con- itir la guerra en tomar ó defender posiciones, habrá de ■escindirse de la caballería, añn renunciando a pei-secucio- :s, que de todos modos no seria fiicil llevar á la práctica, y á ptoraciones y reconocí di ¡en tos, que en tal clase de guerra mpoco serian de muy frecuente aplicación. Los servicios de guridad en las marchas y campamentos, indispen^bles impre, pero más que nunca en las guerras de montaña por i vados oiiya defensa me obligue ú venir á las manos conl En cuanto aseñores, no reconozcootrosque Júpiter, de c desciendo, y Vesta, reina de los escitas... Para responde: arrogancia con que te llamas mi soberano, te digo á fu buen escita, que te vayas norjimala con lu soberanía.» (*] Ijos persas, después de avanzar algunas jornadas máf lante, tuvieron que emprender la retirada á duras penas, sados por los escitas, y con gran peligro de que les cor' éstos el puente que habiati echado sobre el Danubio; coi hubieran hecho A no ser por la tidelidad de los auxil jonios que lo custodiaban, los cuales se dieron maña engañar A los escitas que acudleion £i destniirlo mucho i de que llegaran á él los persas. Sobre la expedición de Napoleón I á Rusia poco h decir, porque está en la memoria de todos. Fuéronse ret do delante de él los rusos, después de la batalla de Smolej hacia lo interior del territorio, ari-asándolo tod» á su como lo hicieran los escitas con Darlo. El pensamiento qi ■ un principio tuvieron de defender á Moscou, los indu hacer frente á Napoleón en Borodino; pero decididos, en del mal éxito de la batalla, á no abandonar el sistem: constante letirada que hasta entonces pusieran en práJ se alejaron del lugar del combate, muy pot^o quebranti pues su entereza los libró de desordenarse, sin dejar prb ros en poder de los franceses, é incendiaron la ciudad I de ocupada por éstos. Cerrado para el ejéi-cito francés el camino de seguir lante por lo avanzado de la estación, y sin la posibilida< invernar en Moscou por la destrucción de la ciudad y p falta de elementos para permanecer en ella, tuvo que prender la célebre y desastrosa retirada en que quedó completo deshecho. (*) Heroiloto. Libro IV, Párrafo OXXVII y CXXVI .• \ I i 72 Con un ejército compuesto absolutamente de caballería- dispuesta á combatir á pie cuando fuera preciso, ó de infan- I teríá n^ontada y propia para hacer papel de caballería, de dragones en una palabra, á más de la conveniente propor- ción de artillería lijera, no habría sido la campaña de Rusia desastrosa para los franceses; porque ni habría tenido en su mano el ejército ruso pelear ó no según le conviniera, obliga- ' do como se hubiera visto á hacerlo, en condiciones siempre desfavorables para él, mucho antes de llegar á las inmedia- ciones de Moscou, ni habría sorprendido á aquellos tan ino- portunamente el invierno. Cierto es. que llevaban en su ejér- cito mucha y mu}^ buena caballería; pero nunca la. bastante para que pudiera Napoleón lanzarla sola contra el sólido ejér- cito ruso á quien seguía los pasos; ni estaba tampoco prepara- da toda esa caballería* para combatir como infantería, como hubiera tenido que estarlo si había de empeñarse en combate con. el ejército de Kutusou. Cpntra tropas que rehusan combatir — y rehusarán siem- pre aquellas á quien no les convenga hacerlo— no hay otro recurso que disponer de tal manera los movimientos de las tropas propias, que al mismo tiempo que una parte de éstas sigan su marcha directamente tras de aquellas primeras, avancen otras por los costados hasta situárseles á su misma altura, mientras que el resto del ejército se les adelante y revuelva después para atravesárseles en su camino; operacio- nes estas cuya expresión se condensa en la palabra envolver y cuya práctica, por habdr de verificarse haciendo recorrer á W tropas líneas curvas mucho más largas que las que tiene que andar el enemigo en su retirada, exigen jornadas mayo- res que lasque él haga y grandísima cautela para evitar que- las diversas porciones en que se ha dividido el ejército para verificar la evolución, sean destruidas aislada y sucesivamen- te por el ejército contrario que pueda caer todo entero sobre ellas. ' La operación de envolver un ejército á otro es, pues, de difícil realización para el que la intenta, y peligrosa además /• 73 ouando las tropas que han de verificarla se encuentran sepa- radas entre sí por largas distancias; así como puede tenerse por perdido el ejército que esté ya envuelto dentro del redu- cido espacio de un campo de batalla; lo que se expresa en el galimatías del arte militar por el aforismo de ser los puntos centrales estratégicos convenientes, y malos los tácticos. Pero en todo caso se requiere paní envolver— como ha po- dido entenderse de lo que vá dicho — que se muevan las tro- pas que hayan de hacerlo más prestamente que las contra- rias; lo que difícilmente se logra disponiendo ambas de igua- les elementos de locomoción, si las que son objeto del movi- miento envolvente no se ven forzadas por motivo alguno á ocupar determinados lugares ni á trasladarse por caminas precisos. Pero si á la libertad de movimientos de que goza quien nada tiene que defender — que es el caso en que se en- contraba erejército ruso en la campaña de 1812 — se agrega la posesión de velocidad mayor que la del contrario— -como por andar todos á caballo la tenían los escitas cuando la invasión de Darío en su tierra— entonces no hay modo de ser envuelto si se quiere evitarlo. Ni la operación de Sedán en la campaña franco-alemana, ni la que encerró al general Bazén en Metz en la misma gue. rra, ni la muy famosa con que forzó Napoleón al general aus- tríaco Mack á rendírsele con todo su ejército en Ulm, hubie- ran sido posibles si las tropas envolventes hubieran poseído menor r Ja* lienma t'.: >. iay. ;nK fnittrvlo tal rymibínac I Fufcwi'í '» el '*.ironei Zutai iriarJifi, (|iwr Uxl» el mal í iii^íut w^riiKJaiiteH, íniliíai (^ Ui, mia\Ku ili! aimrait lo gi í (líni<;ii>>iiinfw 4e lo ¡Müguei ■ 'na '^nnlrirutr^ón [iK^le : al}(ifrio <)« l»K í¡ue iiit«rvi fM-rimtitiUit in niÍMtiut navh < t(iiiliítu<] lU; (remiiiiaf^, U» tImk i:H njlüIUirilVtl, (lolw pl il'i lio tMtá f.n liut ]n:r>nmaii olro minio wriu inferir un ÍMt (le iiiKrfftrii ejército. No rulUirú ijiiicii me oljje 4 coiiilfiíiniríotieH, ni han i-t rlioH (le cNtu ium)jufui, con m no )in.-<:i!ilÍdoH por eomb (^)ntcMtu {Hir mf Ih opiníó r HuUHfediii i'cional de cabs <^tH como indispensable en la composición de l< guiares? No; está muy lejos de tenerla. Cierto es (¡u* hoy operan en la Isla nu están constituidas forma y con iguales pTOporciones de las tres ari que si tuvieran que hacer la guerra conti'a un organizado; pero ha de advertirse (¡ue si la ir esta guerra justiñca que se aparte la coustituci de la admitida para los ejércitos regulares, manera que se haga consistir esa divei^encia t y